2018(e)ko otsailaren 3(a), larunbata

¡Atarpia!


¡Atarpia!”


Juan José Angulo de la Calle


Atarpia, año 0 de la Edad de Hierro





El día empezó con el gran festival en honor del rey, considerado descendiente de dioses. Toda la pompa se desplegó de forma estruendosa, como si se pretendiese que las trompetas afectaran hasta los cielos. Todos los nobles se peleaban por dejarse ver, por estar cerca del monarca, que iba orgulloso como auriga de su carro de dos caballos.

La gente se agolpaba en las calles, hacinada, formando una masa compacta, un bosque que impedía ver los árboles. Craso error. De entre el gentío se oyeron gritos aislados, pero escandalosos, parecía la matanza del cerdo. Cayeron al suelo ancianos y niños, desangrados. El impacto hizo que el propio rey y el cortejo se detuvieran abruptamente.

Como una exhalación, una bestia con un largo e hirsuto pelo se abalanzó sobre los soldados. Los atravesó de medio a medio casi sin ser visto. Llegó hasta el rey. El capitán Rolan se interpuso con su espada. Se quebró ante una simple pero rauda estocada del extraño semi-hombre. Ahora pudieron verlo: harapiento, desharrapado, delgado pero musculado, melenudo, sucio y lleno de sangre por todas partes. Sus ropas revelaban que había sido herrero en otro tiempo. Tenía una espada diferente a todas las espadas, larga, fina, roja carmesí por la sangre y de otro color diferente. No era una espada de bronce… Portaba la primera espada de hierro inquebrantable de la historia... y contaba con ventaja.

El ser se rió de Rolan en sus narices y éso le salvó. Fue caminando hacia el monarca con toda la calma del mundo, todo el mundo se quedó estupefacto y sin control de sí. Nadie pudo reaccionar, tal era el terror que emanaba de la monstruosidad del hombre y sus inhumanos ademanes de furtiva depredación.

No paró de matar, sólo podía escapar de la ley... siendo la ley… Se abalanzó contra el monarca… Pero se interpuso un general y lo interceptó. Le quebró su armadura. Rolan, se arrodilló, mejor dicho se dejó caer al suelo, y gimió frente al asesino:

-Mi rey… Mi rey…

Sorprendido, su superior le reprendió:

-¿Pero qué hace, Rolan? ¡Levante y luche!

Rolan se puso a gritar poseído por una fuerza desconocida:

-¡Mi rey, mi rey, mi rey, mi rey…!

Tronó y resonó por todas las calles compactas como si fuese la voz de un demonio. El general tenía que poner orden y se lanzó a reprender a su capitán.

-¡Ningún asesino puede ser rey!

-¡Todo rey es un asesino! -replicó el loco de Rolan, mientras le atravesaba lentamente su lanza.

Volvió con su cantinela. Primero una voz le acompañó, después fue otra y, al final, el fervor enloqueció a la multitud, llevados por un horror que se convirtió en síndrome de Estocolmo. Las masas se agitaron y alzaron al asesino como si fuese una figura sagrada. Fue la rebelión de las masas. Los nobles, asustados, se unieron a la multitud.

Entonces el asesino gritó con todas sus fuerzas: “¡Tirano!”

No había matado de parar, solamente se libraría de la ley si se convertía en la ley. Por eso, en un impulso, derrocó al rey y se llamó a sí mismo: “Tirano”. Y así nació la Edad de Hierro.

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