Literatura filosófica:
"El asesinato de Sócrates"
En esta novela, el oráculo de Delfos confirma que Sócrates es el hombre más sabio de Grecia, pero también advierte que el mismo será asesinado por alguien con los ojos glaucos. En esos momentos, un ceramista llega con un hijo de ojos grises y se convierte en el principal sospechoso.
Los años pasan. Sucede la guerra del Peloponeso y el discípulo de Sócrates Alcíbiades se pasa al enemigo espartano. Surgen rencores hacia Sócrates. A la guerra del Peloponeso, le sucede la dictadura de los Treinta Tiranos, en el que participa un discípulo de Sócrates, Critias. Sócrates arriesga su vida al desobedecer a los tiranos, pero todos apuntan a Sócrates como uno de los responsables de la corrupción de su discípulo.
El niño de ojos grises se convierte en hombre y, también, en un gran ceramista. Su origen espartano queda oculto con la muerte de su padre, pero su familia se acerca. Sócrates, por su parte, desoye las advertencias acerca de la profecía que indica que será asesinado presuntamente por él.
Sócrates, de mientras, se dispone a dilucidar a qué se refería la primera parte del oráculo. Quería saber por qué el oráculo le nombró el hombre más sabio de toda Grecia. Fue preguntando a todos los llamados sabios y ellos no pudieron contestar las preguntas analíticas de Sócrates. Dedujo que ellos no sabían nada y que él, por lo menos, aunque no sabía nada, sabía que no sabía nada. Y ello le ponía en una posición de conocimiento más alto. Concluyó: "yo sólo sé que no sé nada".
Sócrates se ponía a conversar con jóvenes y cuestionaba a las personas de autoridad delante de ellos. Les cuestionó su saber y, por tanto, su saber. Generó los rencores de políticos atenienses, al que le acusaban de corromper a la juventud y llamarlos a rebelarse, poniendo como ejemplos a Alcíbiades y a Critias. Además lo llamaban enemigo del régimen democrático de Atenas, aunque solamente dijera que se debía elegir a los mejores para gobernar (cosa que se interpretaba como una suerte de tiranía de aristócratas, en lugar de otra forma de democracia). Esto plantea la cuestión: ¿la democracia es meramente el ejercicio del peso del número o debería ser el proceso por el que todas las partes de la sociedad podrían debatir?
Sócrates es sometido a juicio. Le acusan de negar los dioses de la ciudad y de corromper a los jóvenes. Sócrates responde que le confunden con el Sócrates presentado por el poeta Aristófanes, que proclama que el sol es una piedra. Arguye que esa aseveración es de Anaxágoras y que no podría hacer el ridículo de atribuirse unas ideas de otro, cuando hay libros suyos en venta en Atenas en los que claramente se pone que son de Anaxágoras. Relata, además, que siempre obedece a un daimon o dios menor, que siempre le pregunta acerca de lo que está mal y que su daimon nunca le dijo que hacía mal cuando filosofaba.
En lo que respecta a la corrupción de los jóvenes, pregunta que por qué los padres de los jóvenes no le han denunciado. Y arguye que cómo podría ponerse en contra de toda la sociedad, que tan virtuosa es salvando a Sócrates, y llevarle a estar en una situación complicada con todo el mundo.
El jurado delibera y condena a Sócrates, pese a presentar argumentos y razonar, frente a sus enemigos demagogos. El jurado insta a que Sócrates mismo elija la condena: el exilio o la cárcel. En un acto de ironía, Sócrates decide que le condenen a pagarle una pensión por fomentar el pensamiento en la ciudad.
Airado, el jurado le condena a la pena capital. Sócrates tiene la oportunidad de escapar, pero no lo hace porque él nunca desobedece a la ciudad, a pesar de las acusaciones; y también porque allá donde vaya le va a ocurrir lo mismo, al tener como un gran bien su modo de vida filosófico.
Llega el día de la condena y Sócrates se despide de todos sus discípulos animándoles, diciéndoles que él iba a comprobar si después de la vida hay ausencia de dolor o alguna forma de existencia (posibilidades que hacían que la muerte no fuera terrible). Al final, el oráculo se cumple: Sócrates muere por culpa del que tiene la mirada más clara, el propio Sócrates.
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