Relato de un suicidio
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Terminó los estudios, pero en esa época no había trabajo de lo suyo. Al finalizar las prácticas, vagó por el mercado laboral postulándose de miles de formas (autocandidaturas enviadas a las propias empresas, portales de empleo, contestación a anuncios de empleo...).
Existimos en una sociedad en el que hay que ganarse la vida. Para vivir, hay que trabajar. Pudiera parecer que las personas que no encuentran trabajo quedan fuera de la vida, no se ganan el tiempo en el que existen y no tienen lugar en la sociedad.
Desesperado, contestó a anuncios de empleo de otros sectores. Se movió como un funambulista, en medio de los altibajos de la precariedad. Lo que debía ser excepción era la norma. Deambuló de una empresa a otra a salto de mata. Pasó de una empresa a otra como en el juego de rayuela. Estuvo con contratos de meses, semanas e, incluso, días. Camino de ninguna parte. Todo es horror. Se vive en un mercado laboral en el que se dan por hecho los estudios, la experiencia es algo y los contactos... los contactos son todo. Sin ellos, eres nada.
"Tanto tienes, tanto vales" es el lema verdadero de nuestra sociedad. Las personas en exclusión son las más ignoradas o marginadas, lo llaman aporofobia. Hay personas que cuentan más que otras. Las que sean más cercanas a nosotros son verdaderas personas, el resto son los "otros". Si alguno de las personas prójimas muere, nos consternamos; no nos suelen afectar la suerte de inmigrantes, refugiadas y trabajadoras de países pobres.
Hay grandes desigualdades en el reparto de las riquezas, pero nadie protesta socialmente de forma fuerte para cambiarlo. Los derechos humanos se restringen a las personas que viven en países desarrollados, se proclama que toda vida es sagrada porque las personas con recursos temen que se les quite una vida medianamente asegurada; para el resto, no se hace nada.
En algún momento hay que trabajar para poder vivir y si pasa mucho tiempo sin que se logre, se ve en riesgo de convertirse en generación perdida; aquélla que, como no consiguió a tiempo un trabajo que le permitió adquirir experiencia que le permita lograr más trabajos quedará estancado y verá cómo queda atrás de personas más avezadas. Selección natural del más apto. El que vale, vale, y el resto, desaparece.
En medio de la incertidumbre y la inestabilidad, tuvo que elegir entre comer o pagar los gastos del coche. Vendió el auto. Sin él, conseguir trabajo se hizo todavía más imposible.
Todo fue nada. Tenía en frente la pobreza. Lo demás dejó de contar, todo se volvió imperceptible. La vida se acabó, fue sustituida por la angustia. La existencia se reducía a sentir dolor. La incertidumbre en la que se vive en esta sociedad moderna líquida, en la que nada es sólido y estable, incrementó la ansiedad y ella se convirtió en tensión, mortificante tensión.
Una tensión absoluta le producía dolor físico dentro de su pecho, en sus tripas un frío gélido sustituyó a la sangre y un sabor acre en su seca boca le hacía sentir enfermo. Todo era un sufrimiento indecible, sentía un dolor similar a que le desgarraran por dentro, despellejado desde dentro en un dolor en estado puro. Invisibles tornillos se movían dentro de él y se retorcían para que sintiera un visceral dolor imparable. Sufría desde que se despertaba hasta que lograba dormir. Se consumía en dolor a todas horas, todos los días.
Nada más existía. Todo lo que pudiera apreciar antes era imposible de captar, resultaba imperceptible frente a la inmensidad del sufrimiento... La vida se reducía al dolor y todo lo demás... simplemente era insignificante. No existía nada. No había nadie.
La existencia consistía en desactivar la vida. Todo notar el organismo era recibir laceraciones. Debía apagar la vida. La existencia consistía en distraerse de todo para descentrar la atención de la vida. Tomaba alcohol que lo embotaba de la sensibilidad y aminoraba la intensidad del dolor de serie, tomaba todo tipo de somníferos para dormir el máximo posible y no sentir nada. Todo porque sentir es padecer, padecer y nada más. Había que eliminar toda forma de sensibilidad.
Sin embargo, consiguió una nueva ilusión. Ya no tendría que resistir contra la marea, no era necesario angustiarse por obcecarse contra lo imposible. Comía a diario manzanas y fue extrayendo sus pepitas, como una suerte de regalo sorpresa. Guardó su tesoro en el congelador para que no se perdieran las propiedades del cianuro que había en su interior.
No pasaba ni un día, ni siquiera una hora, sin que pensara en la muerte. Es duro morir, pero más duro es sufrir. No hay nada peor que una angustia que resulte agónica. El paso del tiempo mostró una falta absoluta de opciones. Solamente le quedó una esperanza.
Alcanzado el número de cincuenta pepitas, procedió a ingerirlas. Se acostó esa noche y no volvió a despertar. El organismo, que se ocupaba de procesar sensaciones como el dolor, cesó su actividad. Acabó la existencia, cesó la capacidad de sentir y, con ella, terminó toda posibilidad de dolor.
Su familia quedó destrozada. No hubo más efectos. Al año suceden casi cuarenta mil suicidios, cada caso pasa a ser pura estadística. Quedó dentro de la normalidad. La vida es bella, pero la muerte es sublime.
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