“El
poder soberano”
Juan José Angulo de la Calle
El “homo sacer” es una
figura dentro del derecho romano, en la cual la vida y la política
acaban indiferenciados porque dicha vida forma parte de la política
y dicha política se convierte en forma de vida para el condenado a
dicha pena. Empecemos por lo básico. Desde Aristóteles, la vida
pública y la privada se han distinguido completamente; tanto que
poseen virtudes distintas, las intelectivas (propias de la vida
contemplativa, la vida privada) y las virtudes prácticas
(políticas). La figura del derecho romano del homo sacer cuestiona
esta concepción y muestra que las instituciones políticas de los
países occidentales han tenido otro funcionamiento.
La condena del
homo sacer hace que no sea sancionable el asesinato de dicha persona:
“La vida insacrificable y a la que, sin embargo, puede darse
muerte, es la vida sagrada”.1
Su vida o su modo de vivir queda conformado por esta realidad
jurídica: está afectada por dicha condena. Su vida resulta
configurada según dicha realidad, su reflexión acerca de cómo
tendrá que vivir ante dicha situación estará basada en ésta.
Tendrá que valerse por sí misma dicha persona dado que el estado ha
proclamado que no va a defenderlo. Está fuera del ordenamiento
legal normal, en tanto que no goza de las garantías de las que se
supone que se encarga, y a la vez está dentro de él en tanto
resulta ser una figura jurídica (ya registrada), aunque excepcional.
Está desde cierto aspecto fuera y, a la vez, está dentro de la
legalidad.
Partiendo de esta figura,
Agamben trata de definir la soberanía cuyo ser se inscribe en la
excepcionalidad. Carl Smith muestra que el poder deriva del soberano
y que se sabe quién es el soberano, el poder fundacional o principio
del poder, cuando se aplica el estado de excepción. La soberanía
se define no por la normalidad sino en la excepcionalidad, es su
“esencia”. El poder fundamental se muestra (y se aplica) en los
momentos de crisis en los que suspende el funcionamiento normal de
las instituciones políticas, a través del estado de excepción.
El
poder soberano que hizo nacer y que funda los organismos políticos y
jurídicos, que sólo dimanan de él, sólo puede concebirse como tal
en tanto que pueda suspender dichas instituciones. Si el poder
soberano hace que se forme la política, también la deshace y sólo
se puede concebir dicho hacer precisamente en que tenga poder de
deshacer (se ve que la hace, en tanto que él es el que puede
provocar que deje de ser: decide sobre su ser, está bajo su poder y
eso muestra que él la fundamenta).
La aplicación de la
manifestación del poder soberano se encuentra dentro del sistema
político y jurídico, está dentro de las constituciones
occidentales los momentos y los mecanismos en los que se permite que
el poder soberano (sea el Rey, las Cortes o el Presidente de la
República) pueda suspender la normalidad institucional.
Dicho principio fundamental o
arjé tiene de terrible el hecho de que afecta a la vida
privada de las personas, tanto, que política y vida acaban
indiferenciadas bajo esta realidad. El estado de excepción altera
la forma de vida de las personas, en tanto que, bajo la excusa de la
seguridad y el orden, se amplían las prohibiciones, la represión y
las restricciones en una búsqueda de control total.
Todas las
actividades que en momentos de normalidad se podían realizar sin que
la legalidad los restrinja, se ven impelidos a no realizarse y cambia
la vida: los toques de queda hacen que se alteren los planes de vida;
la invasión de la intimidad por parte del poder soberano puede ser
ejercido con la excusa de la seguridad; y las detenciones fuera de
juicios, tales como los casos de los presos de Guantánamo.
La
excepcionalidad llega a la vida corriente y la convierte en parte de
la realidad política, la vida queda ordenada por la política, se la
trata como concepto como parte a tener en cuenta para organizar y
administrar según los planes ejecutivos del estado de excepción.
Los resultados de dicha
concepción de la soberanía ha sido la formación de estados en los
que se puede aplicar el estado de excepción, el recorte de
libertades y derechos. Desde la figura del “homo sacer” y del
dictador romano (más tarde emperador), reconocido dentro de la
constitución romana, la excepcionalidad ha sido la base de la
soberanía; y ha derivado dicho principio a los campos de
concentración, y hasta la política de George Bush con su campo de
concentración moderno de Guantánamo (situado en un vacío legal,
dentro de la legalidad en tanto que se puede hacer porque la ley no
lo prohíbe) y sus demás recortes de libertades a cambio de
seguridad.
La política y la vida
resultan, en estos estados que conciben y practican así la
soberanía, indisociables e indiferenciados. La política se
introduce en la vida privada de las personas y la organiza, la
planifica, la define como ha de ser según la legislación y la
domina. La vida queda determinada por la política del estado de
excepción y se determina por él, no sólo porque el modo de vivir
tiene que tener en cuenta dicho estado y actuar en consecuencia, sino
que queda definido según él en tanto que se convierte en una
realidad seguida, registrada y tipificada por el estado que trata de
controlarla.
La política se adentra en los ámbitos de la vida y se
tiene que entender como bio-política. La política se ocupa de la
vida como si de un botánico se tratase y queda fijada ésta por la
política, haciendo que sean sólo una cosa. Sólo dentro de este
marco se han podido dar realidad las leyes de eugenesia y eutanasia
de la Alemania nazi, las prácticas de invasión de la intimidad de
los ciudadanos por parte del gobierno Bush –que espía los correos
electrónicos y las llamadas telefónicas-, y la ley seca y las
antitabaco. Dicha concepción hace de la vida una ocupación del
gobierno y lo convierte en un objeto de manipulación y
administración.
La cuestión sería saber si
es posible que haya otro fundamento de la política o eliminar dicha
idea de principio político para impedir que la excepcionalidad sea
la base de los estados occidentales y se tienda a estados
democráticos en los que o bien la soberanía obedezca a la voluntad
del pueblo, al mundo de la vida, o bien que el poder del pueblo esté
tan presente, que la participación activa del pueblo pueda afectar
tanto a las instituciones de representación, que sea innecesaria la
aplicación de la excepcionalidad y de un poder soberano que se
envista como “portavoz” del pueblo y vaya contra él: que no se
tenga que decidir entre libertad y seguridad, y en la que el poder
del pueblo sea suficiente como para no necesitar soberanos.
1
Giorgio Agamben, “Homo sacer: el poder soberano y la nuda
vida”. 1995. Valencia. Editorial Pre-textos. P.108
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