2014(e)ko otsailaren 18(a), asteartea

El poder soberano



El poder soberano”

Juan José Angulo de la Calle


El “homo sacer” es una figura dentro del derecho romano, en la cual la vida y la política acaban indiferenciados porque dicha vida forma parte de la política y dicha política se convierte en forma de vida para el condenado a dicha pena. Empecemos por lo básico. Desde Aristóteles, la vida pública y la privada se han distinguido completamente; tanto que poseen virtudes distintas, las intelectivas (propias de la vida contemplativa, la vida privada) y las virtudes prácticas (políticas). La figura del derecho romano del homo sacer cuestiona esta concepción y muestra que las instituciones políticas de los países occidentales han tenido otro funcionamiento. 

La condena del homo sacer hace que no sea sancionable el asesinato de dicha persona: “La vida insacrificable y a la que, sin embargo, puede darse muerte, es la vida sagrada”.1 Su vida o su modo de vivir queda conformado por esta realidad jurídica: está afectada por dicha condena. Su vida resulta configurada según dicha realidad, su reflexión acerca de cómo tendrá que vivir ante dicha situación estará basada en ésta. Tendrá que valerse por sí misma dicha persona dado que el estado ha proclamado que no va a defenderlo. Está fuera del ordenamiento legal normal, en tanto que no goza de las garantías de las que se supone que se encarga, y a la vez está dentro de él en tanto resulta ser una figura jurídica (ya registrada), aunque excepcional. Está desde cierto aspecto fuera y, a la vez, está dentro de la legalidad.

Partiendo de esta figura, Agamben trata de definir la soberanía cuyo ser se inscribe en la excepcionalidad. Carl Smith muestra que el poder deriva del soberano y que se sabe quién es el soberano, el poder fundacional o principio del poder, cuando se aplica el estado de excepción. La soberanía se define no por la normalidad sino en la excepcionalidad, es su “esencia”. El poder fundamental se muestra (y se aplica) en los momentos de crisis en los que suspende el funcionamiento normal de las instituciones políticas, a través del estado de excepción. 

El poder soberano que hizo nacer y que funda los organismos políticos y jurídicos, que sólo dimanan de él, sólo puede concebirse como tal en tanto que pueda suspender dichas instituciones. Si el poder soberano hace que se forme la política, también la deshace y sólo se puede concebir dicho hacer precisamente en que tenga poder de deshacer (se ve que la hace, en tanto que él es el que puede provocar que deje de ser: decide sobre su ser, está bajo su poder y eso muestra que él la fundamenta). 

La aplicación de la manifestación del poder soberano se encuentra dentro del sistema político y jurídico, está dentro de las constituciones occidentales los momentos y los mecanismos en los que se permite que el poder soberano (sea el Rey, las Cortes o el Presidente de la República) pueda suspender la normalidad institucional.

Dicho principio fundamental o arjé tiene de terrible el hecho de que afecta a la vida privada de las personas, tanto, que política y vida acaban indiferenciadas bajo esta realidad. El estado de excepción altera la forma de vida de las personas, en tanto que, bajo la excusa de la seguridad y el orden, se amplían las prohibiciones, la represión y las restricciones en una búsqueda de control total. 

Todas las actividades que en momentos de normalidad se podían realizar sin que la legalidad los restrinja, se ven impelidos a no realizarse y cambia la vida: los toques de queda hacen que se alteren los planes de vida; la invasión de la intimidad por parte del poder soberano puede ser ejercido con la excusa de la seguridad; y las detenciones fuera de juicios, tales como los casos de los presos de Guantánamo. 

La excepcionalidad llega a la vida corriente y la convierte en parte de la realidad política, la vida queda ordenada por la política, se la trata como concepto como parte a tener en cuenta para organizar y administrar según los planes ejecutivos del estado de excepción.

Los resultados de dicha concepción de la soberanía ha sido la formación de estados en los que se puede aplicar el estado de excepción, el recorte de libertades y derechos. Desde la figura del “homo sacer” y del dictador romano (más tarde emperador), reconocido dentro de la constitución romana, la excepcionalidad ha sido la base de la soberanía; y ha derivado dicho principio a los campos de concentración, y hasta la política de George Bush con su campo de concentración moderno de Guantánamo (situado en un vacío legal, dentro de la legalidad en tanto que se puede hacer porque la ley no lo prohíbe) y sus demás recortes de libertades a cambio de seguridad.

La política y la vida resultan, en estos estados que conciben y practican así la soberanía, indisociables e indiferenciados. La política se introduce en la vida privada de las personas y la organiza, la planifica, la define como ha de ser según la legislación y la domina. La vida queda determinada por la política del estado de excepción y se determina por él, no sólo porque el modo de vivir tiene que tener en cuenta dicho estado y actuar en consecuencia, sino que queda definido según él en tanto que se convierte en una realidad seguida, registrada y tipificada por el estado que trata de controlarla. 

 La política se adentra en los ámbitos de la vida y se tiene que entender como bio-política. La política se ocupa de la vida como si de un botánico se tratase y queda fijada ésta por la política, haciendo que sean sólo una cosa. Sólo dentro de este marco se han podido dar realidad las leyes de eugenesia y eutanasia de la Alemania nazi, las prácticas de invasión de la intimidad de los ciudadanos por parte del gobierno Bush –que espía los correos electrónicos y las llamadas telefónicas-, y la ley seca y las antitabaco. Dicha concepción hace de la vida una ocupación del gobierno y lo convierte en un objeto de manipulación y administración.

La cuestión sería saber si es posible que haya otro fundamento de la política o eliminar dicha idea de principio político para impedir que la excepcionalidad sea la base de los estados occidentales y se tienda a estados democráticos en los que o bien la soberanía obedezca a la voluntad del pueblo, al mundo de la vida, o bien que el poder del pueblo esté tan presente, que la participación activa del pueblo pueda afectar tanto a las instituciones de representación, que sea innecesaria la aplicación de la excepcionalidad y de un poder soberano que se envista como “portavoz” del pueblo y vaya contra él: que no se tenga que decidir entre libertad y seguridad, y en la que el poder del pueblo sea suficiente como para no necesitar soberanos.
1 Giorgio Agamben, “Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida”. 1995. Valencia. Editorial Pre-textos. P.108

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