“Sucesión”
Juan José Angulo de la Calle
Frontera de Atarpia, año 20
de la Edad de Hierro
Se arrodilló para contemplar
el rastro que él había intentado borrar con bastante habilidad.
Estuvo unos segundos analizando los restos y, al fin, dedujo la
dirección que había tomado Rolan apenas unos días antes. Las
lecciones que había aprendido de sus hermanas a base de palizas
habían dado finalmente sus frutos y ahora, si vieran a su hermana
pequeña y débil, sentirían menos desprecio por ella.
En aquella
época era la vergüenza de la familia real de las Amazonas, la hija
menor y patética de la orgullosa reina, y ahora era la Tirana de uno
de los reinos más poderosos de la civilización Central. La nombró
candidata ideal en su testamento el primer Tirano y marido suyo,
cierta parte del Senado la apoyó y mató al resto de candidatos en
el Círculo de la Muerte, ganándose con sangre la jefatura del
estado y de gobierno.
Su primera decisión fue
buscar a Rolan, el segundo Tirano de Atarpia, decisión que fue muy
criticada por los senadores. Rolan había salido del Reino de forma
escandalosa matando con locura a todos los campesinos que se
encontraba por el camino y había humillado al ejército masacrando
él solo a veinte soldados bien preparados y jóvenes.
Ella lo
justificó señalando que se había llevado la Espada, el símbolo
del poder del primer Tirano, la primera espada de hierro que dejó
atrás a las de bronce y con la que el primer Tirano mató al último
Rey y a su guardia real. Hubo quejas, pero todos los caballeros
senadores tuvieron que resignarse a que la jefa de estado de hecho se
fuese de palacio y desatendiese los asuntos del Reino.
Si bien el rastro era
incierto, según avanzaron la Tirana y su guardia por los bosques
pudieron encontrar pistas más claras: aldeanos asesinados
brutalmente sin piedad. Nadie sabía por qué, pero desde que Rolan
salió de la acrópolis había estado matando indiscriminadamente a
toda persona con la que se encontraba.
Muchos decían que estaba
loco, otros, que estaba maldito y las personas más sensatas
señalaban que él asesinaba para no dejar testigos de su deserción.
El Senado, ante todos estos rumores indignos, proclamó que Rolan
había ascendido a la divinidad, igual que el primer Tirano tras
morir, y que era un dios furioso de la muerte, por lo que defendían
que había que temerle y adorarle por su poder.
Hipólita, la tercera Tirana,
pudo ver entre los cadáveres algunos restos de Rolan que indicaban
su estado de salud y trazó un plan para el futuro enfrentamiento,
aprovechando sus debilidades. Atravesaron el bosque y vieron un
claro. La Tirana no dijo nada, pero la ausencia de sonidos de
animales indicaba que había una persona cerca. Los soldados no
notaron nada porque no habían sido nunca cazadores y se contagiaron
por la aparente tranquilidad de su gobernante.
La Tirana se internó en el
claro sin perder detalle de cada sensación. Notaba el movimiento
del viento junto a los holores que transportaba, el silencio reinante
y cada pequeño cambio en el bosque que les rodeaba.
De repente,
salió algo como una exhalación contra ella. Hipólita se tiró de
lado al suelo, cayéndose. Para cuando Rolan se volviera para
atacar, ella ya le había cortado los talones con su espada. Él
cayó como un árbol, pero se arrastró hacia ella respirando con
dificultad con total obcecación. Los soldados reaccionaron con
rapidez y le golpearon con el extremo de la lanza que no disponía de
una punta de metal. Para cuando ella se levantó, Rolan ya estaba
inconsciente por la pérdida de sangre y por la pulmonía.
Se despertó en una tienda
junto a un fuego y completamente atado. A su lado, estaba ella que
le sonreía con naturalidad y le posó en su frente un pañuelo
empapado con agua caliente. Él se revolvió resoplando, lleno de
ira, pero comprobó que estaba atado y que le fallaban las fuerzas.
-No puedes matarme, así que
podemos hablar- suspiró Hipólita-.
Rolan resopló, resignándose
a su nueva situación.
-¿Qué quieres? Ya tienes
la Espada, la Primera, la que nunca se usó con justicia y sin
crueldad- resopló Rolan con dificultad.
-No he venido por la reliquia
de mi marido -confesó la Tirana-. He venido por ti, por el Tirano
de Atarpia.
-Tú llevas la cinta real y
Sila te nombró segunda heredera. ¿Para qué nadie querría que un
monstruo volviese a ocupar el trono?
-La gente, a pesar de tus
desmanes, te adora -le espetó la Tirana-. Todo el mundo te
relaciona con Sila. Cuando él mató al rey, tú fuiste el primero
en reconocerle, llamándole: “Rey”. Tu capitán te espetó:
“ningún asesino puede ser rey” y tú le increpaste mientras le
asesinabas: “todo rey es un asesino”. Le volviste a llamar rey y
la masa lo coró. Te adoran, lo mismo que adoraban al primer Tirano.
-Yo no quiero ese puesto
corrupto, en el que no mandas sino que obedeces -deliró Rolan-.
Hace tiempo comprendí que la sociedad es un completo absurdo. Los
esclavos sufren sin siquiera pensar en rebelarse, los proletarios
solamente viven para el vino, los nobles se hunden en la decadencia
del fastuoso gasto constante en fiestas narcotizantes porque se
aburren de su abundancia y los ricos comerciantes son unos avaros que
viven como pobres para ser los más ricos del cementerio. La
sociedad es el consentimiento de la opresión y la asunción de las
agresiones del fuerte por parte del débil. Toda vida es absurda.
Traté de acabar con la vida como Tirano por medio de guerras
estúpidas y genocidas, pero el Senado me amenazó porque la masacre
no es invasión y no viene bien para los negocios.
Rolan resopló y se puso a
toser violentamente hasta que, de pronto, se calmó y suspiró.
-El Tirano no es nada, el
poder lo es todo y el poder no es la violencia, es el dinero -siguió
delirando Rolan-. Se suele decir que la fuerza es la base de
Atarpia, se sueña con la violencia. Sin embargo, todo puesto de
poder viene, en realidad, por el dinero. Son ciudadanos y pueden
votar aquéllos que son soldados, pero lo son porque pueden
permitirse comprarse una armadura. Los candidatos a senadores lo son
por formar parte de la caballería, pero solamente pueden mantener un
caballo los nobles y los altos comerciantes, que son ricos. El
dinero, el robo y la corrupción son la base de la sociedad, la base
del mundo. Todo está podrido y yo quise acabar con tanta poza.
Rolan miró hacia arriba con
la mirada perdida y quedó en silencio profundo durante un largo
rato, hasta que soltó un resoplido clamoroso.
-La muerte es lo mejor. Solo
ella es justa. Acaba por igual al rico y al pobre. La muerte es
el final, cuando llega se termina la existencia y, por tanto,
desaparece el sufrimiento. No hay nada que supere su beatitud. Acaba
con el verdugo y libera a la víctima. Cuando matas a alguien,
desaparece todo el dolor que padecía o el que podía provocar en los
demás. La muerte es lo que redime a la vida. Si algún día la
perdemos, lo lamentaremos eternamente.
Hipólita pestañeó con
tristeza, sin saber qué responderle y lloró viendo los síntomas
que observó en la respiración y sudoraciones de Rolan. Él iba a
morir pronto y no había nada que ella pudiese hacer para remediarlo.
Repentinamente, Rolan desfalleció y se puso a dormir. La Tirana le
cubrió con cuantas mantas le fue posible y aprovechó para hacerle
tragar una sopa muy densa.
Llegó la noche y Rolan se
debatió entre escalofríos y estertores, mientras una pesadilla le
atormentaba. Él se revolvía sin parar, luchando contra los
terrores que estaba sintiendo y gemía agónicamente. Eran los
últimos momentos de su vida y solamente podía sufrir
compulsivamente los horrores vitales y sociales que habían marcado
su existencia. De pronto, expiró y pareció que le había llegado
por fin la paz, pero la expresión de su rostro reflejaba todo lo
contrario.
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