Literatura filosófica:
Memorias de Adriano
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Hubo, en el transcurso de los siglos, emperadores que se vieron guiados por la sabiduría. Trajano mantuvo una íntima amistad con el filósofo Dion Coceyo; su sucesor, Adriano, aunque era un amante del amor y de los placeres de la vida, conoció las lecciones de Epicteto, el estoico; y procuró que Marco Aurelio, su hijo adoptivo, recibiese la educación necesaria, la cual más adelante le llevó a ser un emperador sabio, estoico, justo y adorado por las legiones (debido tal vez, a que procuró que las únicas guerras fuesen estrictamente defensivas -pero esta vez, en serio-).
En la novela de Margueritte Yourcenar, se describe al emperador Adriano como un pensador ecléctico, muy influido por diversas fuentes del saber y del pensamiento. Era conocedor de la filosofía estoica, muy cercana a la severidad moral tradicional romana, pero se separaba de ella por ser demasiado estricta y dura, muy mortificadora en exceso y de una austeridad que el consideraba como innecesaria.
El estoicismo griego (que luego se desarrolló en el Imperio Romano) consideraba que, como todo tiene una causa, todo es racional (y, como todo está unido e interrelacionado como universo ordenado y cosmos, debe haber una red de causas que haga que todo el conjunto de causas conformen un destino racional). Debido a que todo es racional, el filósofo debe entender que ha de aceptar todo lo que pasa, porque todo lo que ocurre tiene una razón de ser (aunque no se conozca o sea perceptible). Los estoicos defendían que hay vivir conforme a la naturaleza, conforme a la racionalidad, porque ello da orden a la sociedad, al cosmos y a la vida humano. Actuar según los dictados de la razón, realizar las obligaciones morales racionales o deberes por encima de las pasiones descontroladas, endurece el carácter, hace que se sea más resistente a los avatares de la fortuna, da moderación y templanza (dando lugar a la serenidad: la ataraxia, la felicidad según la filosofía antigua griega). Desde la perspectiva estoica, se debe tener una vida equilibrada, moderando la atención a las emociones y existir sin vivir para los deseos irracionales, casi de forma austera.
Adriano, en la novela, se muestra crítico por este modo de vida, a su parecer demasiado estricto. El emperador, por contra, se muestra favorable a los placeres de la vida y verse afectado por emociones tan fuertes como el amor. Esta actitud le llevaría a formular criticas a su heredero, Marco Aurelio, que asumía con fuerza la filosofía estoica.
Adriano, más bien estaría más cerca del epicureísmo, que considera que la buena vida consiste en buscar el placer y evitar el dolor (con prioridad la segunda parte, por la que esta filosofía abogaría por evitar placeres excesivos -porque serían dañinos, como las indigestiones y las borracheras-; y este planteamiento, por ello, fomentaría los placeres resultado de las virtudes de la moderación, la templanza, la búsqueda del saber y la amistad).
En el texto, sin embargo, señala que fue tentado por esta filosofía en su juventud y que la abandonó a su debido tiempo. El emperador se va mostrando en sus memorias como una persona sin austeridad forzada, como amante del arte, como entregado a la pasión del amor y como una persona que busca los placeres aceptados por el común de los mortales. Se describe que su vida está más guiada por el sentido común y las costumbres romanas que por los principios teóricos de los sistemas filosóficos (considerados por él como artificiosidades).
Su visión de la vida, del rigor exigible a las personas y su humanismo se formó por la apertura de mente del emperador, que, constante viajero, procuraba conocer los modos de vivir y de pensar de los habitantes del Imperio de Roma. Visitó sobre todo a Grecia, pero se dirigió a otras provincias por diversos motivos. Fue a Britania para ver el famoso muro que el emperador ordenó construir para establecer la eficaz separación entre la civilización y la “barbarie”. La tierra que conquistó Claudio tenía un clima húmedo e inhóspito, similar al carácter de los nativos, que no podían disimular su odio. Maś adelante, pasó nuevamente por Grecia, donde fue honrado con el título honorífico de Arconte de Atenas.
Tuvo contacto con el emperador de los partos, con el que tenía que firmar unos tratados de paz para terminar con la guerra total que intentó realizar su antecesor Trajano. Adriano recibió un trato correcto en estas negociaciones y tuvo noticias de que en el imperio parto existían las mismas rencillas internas que las que siempre había en Roma, haciéndole reflexionar en la universalidad de muchos aspectos de los pueblos, más allá de su supuesta barbarie.
Terminados los trámites burocráticos y protocolarios, se dirigió a Judea. Allí las legiones habían vencido otra revuelta judía y esperaban sentencia directa del emperador. Adriano ordenó cortar la cabeza del nuevo mesías en la plaza pública, de forma que se terminara de desacralizar a aquel aventurero y fanático religioso. Además, Adriano quiso dar un cierre fuerte a las pretensiones judías. Ordenó que la provincia romana volviese a ser llamada Palestina, nombre que había tenido toda su historia más allá de las leyendas antiguas y los mitos. Marco Aurelio tomó buena cuenta de la decisión de su padre adoptivo y tomó como suya su tratamiento de las sectas rebeldes.
Formalizada la pax romana, la paz de los muertos, se condujo al granero de Egipto. El clima era pegajoso y de difícil soporte. El amante varón del emperador quiso sustraerse del calor. Antinoo suplicó a su amado Adriano que le permitiese nadar en el sagrado río del Nilo. Por un insoportable largo período de tiempo, creyó que el joven se había dejado llevar por el entusiasmo y había hecho un ejercicio deportivo enorme. Tardaba mucho en volver. Adriano llegó a no pasar por alto los atrevimientos normales de los jóvenes y exigió que le trajeran. Encontraron su cuerpo ahogado.
El emperador quedó destrozado. Lo alzó en un último acto de ternura. Fue peor. El frío y el peso plúmbeo le comunicaron de forma directa que efectivamente el gran amor de su vida estaba muerto. Sintió físicamente su muerte. Notó su hedor, su humedad, su gelidez, su cuerpo reducido a materia bruta. La conciencia que tuvo de su fallecimiento fue carnal, sintió su muerte de forma absoluta.
En medio de la pena más absoluta, consintió que le concedieran homenajes divinos y que se construyera un templo en su memoria. Adriano pensó que de esa forma paliaría su dolor. Se equivocó. Pensó que hacer más por su amante podría hacer que se sintiera menos mal, por darle honores y reconocimientos que superarían todo tipo de exequias debidas. Ordenó que construyeran una ciudad en su nombre: Antinoópolis. El paso del tiempo hizo que se debilitase el dolor, provocando que fuera perdiendo el gran peso inicial, por el deterioramiento de todas las cosas en el devenir.
Adriano decidió no volver a Roma. Se quedó en Grecia, donde lloró todo lo que fue necesario la muerte de Antinoó. Dejó al príncipe Marco Aurelio a cargo del Imperio. Marco Aurelio continuó las obras de Adriano, propulsó políticas austeras para sanear la caja pública, reforzó la presencia de legiones en las fronteras y disciplinó al ejército para evitar confrontaciones innecesarias. Adriano falleció pocos años después, totalmente afectado por los males de amor.
Bibliografía:
-Cicerón, M. T. (2005): Disputaciones Tusculanas. Madrid: Editorial Gredos.
-Diógenes Laercio (2007). Vidas de los Filósofos Ilustres. Madrid: Alianza Editorial.
-Epicuro (1985):
Carta a Meneceo y máximas
capitales. Madrid:
Alhambra.
-Epicteto (2012):
Un manual de vida.
Barcelona: Los pequeños libros de la sabiduría.
-Séneca (1984): Diálogos. Madrid: Editora Nacional.
-Schlanger, J. (2000): Sobre la vida buena. Madrid: Editorial Síntesis.