Optimismo de Leibniz
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Leibniz, el último académico que trató todos los saberes de su época, era un racionalista extremadamente optimista, que consideraba que la misma armonía preestablecida que había en el universo podía existir entre personas. Fue un diplomático que creía que, por medio de la razón, se podía hacer que otros países aceptaran las justas imposiciones de su país y procuró que hubiera un entendimiento ecuménico entre protestantes y católicos. No podía ser que la razón que lo ordenaba todo, no permitiese un entendimiento entre cristianos.
Según él, todo lo que existe esta ordenado por la gran sabiduría de Dios, cuya bondad solamente podría haber creado el mejor de los mundos posibles. Estábamos en un mundo en el que, si parecía que ocurrían maldades e injusticias impunes, era por pura ignorancia del gran plan global, que a gran escala procuraba en realidad un bienestar general al final.
Su pensamiento era un optimismo ingenuo que intentaba superar la teodicea clásica que señalaba que Dios, como creador de todo, debió de crear también el mal. Esta suposición se atribuyó erróneamente a Epicuro. Se ponía en sus labios que, si existe el mal, era porque Dios lo había creado y, por tanto, no era completamente bondadoso y no era Dios, sino genio maligno; o bien porque lo permitía, y, por tanto, era impotente y no era Dios. En realidad, Epicuro defendió que los dioses respetan nuestro libre arbitrio: argumentó que los dioses eran perfectos y, consecuentemente, no tenían por qué intervenir sobre los asuntos humanos, respetando nuestra capacidad de decidir y actuar.
Según Leibniz, todo era una gran realidad racional ordenada en una armonía preestablecida, como si de un destino estoico lleno de causas se tratase. Defendió que la realidad en su conjunto debía conformar un gran entramado causal, que debía aceptarse siempre. La apariencia de la maldad debía ser negada. Se debería considerar que lo que parece malo es algo racional, pero que su verdadera bondad era todavía desconocida por los mortales.
Era como si el hevel, humo, del que hablase el Eclesiastés, fuera meramente una cuestión de ignorancia. Todo era humo que con el tiempo acaba desapareciendo y lo único estable era la Providencia divina, a la que debía atenerse el ser humano para buscar paz.
En la visión de Leibniz, este humo no era simplemente la realidad que todo cambia y es inestable (salvo la divinidad); sino que, lo que parece destructivo, era mera apariencia y desconocimiento del gran plan divino. La Providencia era demasiado compleja como para que pudiese ser atisbada por las limitaciones de los pobres mortales.
Voltaire supo parodiar espléndidamente la ingenuidad de Leibniz en su nóvela Cándido, en la que un joven bastardo de un Papa ficticio fue educado por una versión caricaturizada de Leibniz, llamado el maestro Pangloss. La novela trataba de mostrar básicamente la afirmación de Voltaire de que el mundo era el peor de los mundos posibles (ya que un modo todavía peor simplemente sería la inexistencia). Mostraba constantemente cómo la corrupción y opresión de los gobernantes, tan crápula como inepta, gozaba de una impunidad tan grande como su dominio.
Frente a los incorregibles avatares terribles que sufrieron Cándido y sus allegados, su cabezota maestro leibniziano ponía las excusas cada vez menos creíbles y más risibles. El mundo se mostraba una impenitente constante refutación a todo optimismo: era una poza en la que la ignorancia, la estupidez y el arribismo se ponían por encima de la racionalidad, la virtud y la honestidad. Todo era corrupción salvo en clamorosas excepciones como la organización de el Dorado (ciudad aislada y cubierta de oro, en la que no había propiedad privada y sus consecuentes desigualdades sociales e injusticias). La utopía de la sociedad ideal de la ficticia ciudad del Dorado mostraba que, en realidad, era posible vivir en una sociedad justa. Esta excepción hacía que la corrupción generalizada fuera todavía más execrable.
Finalizó la novela con el lema: il faut cultiver notre jardin, “se tiene que cultivar el jardín”. Como parábola de la impotencia infinita, los personajes se rindieron a la fatalidad y renunciaron a cambiar el mundo, limitando su curso de acción a vivir de lo que buenamente podían conseguir por su propio trabajo y en su propio redil. Toda una moraleja fatalista.
Sin embargo, la visión armónica acerca de la totalidad consiguió perdurar. Según esta visión, la materia se podía dividir hasta el infinito (como el cálculo infinitesimal que descubrió el mismo Leibniz, de forma paralela a Newton). Desde este punto de vista, la base de todo tenía que ser inmaterial: unas mónadas o “átomos” inmateriales independientes, que estaban programados de forma preestablecida para que toda la naturaleza funcionara en un orden y concierto, similar a las majestuosas sinfonías de Bach. Todo lo que pasaba y se hacía era a mayor gloria de la armonía preestablecida, como si el lema jesuítico fuese el principio vertebrador de la sociedad: todo era Ad Maiorem Dei Gloriam, a mayor gloria de Dios.
No se puede llegar a imaginar el gran estupor que debió sentir Leibniz cuando sus esfuerzos para que se entendiesen católicos y protestantes fueran mal interpretados por las autoridades eclesiásticas de las distintas iglesias cristianas. Su actividad fue tomada como una suerte de reconocimiento exclusivo de cada uno de sus confesiones. Molestas porque no tomara partido alguno y situarse en un justo medio que buscaba el entendimiento entre ambas, Leibniz fue llamado finalmente por ellas: “Glaub nitchs”: “no creo en nada”.
Bibliografía:
-Arana, J. R. (2005): Balada de la filosofía y de la ciencia. Barakaldo: Ediciones de Librería San Antonio.
-Epicuro (1985): Carta a Meneceo y máximas capitales. Madrid: Alhambra.
-Leibniz, G. W. (1992): Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano. Madrid: Alianza Editorial.
-Leibniz, G. W. (2002): Monadología. Córdoba: Editorial Folio.
-Russell, B. (2009): Historia de la Filosofía. Madrid: RBA.
-Voltaire (2006): Cándido /
Micromegas / Zadig. Madrid Cátedra.